La Batalla de las Horcas Caudinas fue un encuentro armado que tuvo lugar el año 321 a. C., entre los ejércitos romanos y samnitas, en el marco de la Segunda Guerra Samnita.
El comandante samnita era Cayo Poncio, quien conocía la posición de un importante ejército romano cerca de Calacia (Calatia), por lo que envió algunos soldados disfrazados de pastores con órdenes de propagar la historia de que los samnitas estaban sitiando la ciudad de Lucera, una colonia romana clave situada en la Apulia, en la retaguardia del Samnio. Los comandantes romanos, los cónsules Espurio Postumio Albino y Tito Veturio Calvino, fueron tontamente engañados por este ardid, decidiendo ponerse en marcha con varias legiones (unos 50.000 hombres, según Apiano) para prestar ayuda a Lucera, y eligiendo la vía más rápida hacia esta ciudad a través de las Horcas Caudinas sin apenas conocimiento del terreno. Era éste un angosto valle que discurría entre los montes Tifata y Taburno, en plenos Apeninos, y situado entre las actuales localidades de Arpaia y Montesarchio. Recibía su nombre (Furculae Caudinae) debido a la proximidad de la ciudad samnita de Caudio (Caudium), situada al Este de Capua y que correspondería a la propia Montesarchio.
El área circundante al valle era muy montañosa, por lo cual constituía la única ruta que el ejército romano podía afrontar en esta zona. Cuando los romanos franquearon un primer desfiladero muy estrecho, los veteranos comenzaron a sentirse inquietos, y al alcanzar un segundo paso lo hallaron clausurado mediante una barricada de piedras y troncos, evidentemente procedentes de los árboles recientemente talados que jalonaban el valle. Advirtiendo la trampa, Postumio dio orden de regresar rápidamente hacia el primer paso, encontrándolo fuertemente custodiado por los samnitas, que les impedían la salida. Entonces los romanos desesperaron por su sombría situación, y de acuerdo con Tito Livio, trataron de escalar las escarpadas paredes del desfiladero e intentaron abrirse paso, pero los samnitas mataban o herían a todo aquel que lo intentaba.
Sin embargo, los samnitas no parecían saber cómo aprovechar su acertada estratagema, por lo que Poncio decidió enviar una misiva a su padre Herenio, quien le respondió que los romanos debían ser puestos en libertad rápidamente después de ser desarmados. Poncio rechazó este consejo y volvió a mandar otra carta a su padre, quien esta vez le respondió que los romanos debían ser ejecutados hasta el último hombre. Sorprendidos por dos consejos tan contradictorios, los samnitas reclamaron la presencia de Herenio para que se explicara; una vez presente, el anciano les respondió que si dejaban libres a los romanos tras desarmarlos, podrían obtener el respeto y aun la amistad de Roma; aunque si ejecutaban a todos los romanos, entonces Roma sería tán debil que no constituiría una amenaza durante muchos años. Su hijo le preguntó si no existía una alternativa intermedia, a lo que Herenio respondió que sería una completa locura, ya que dejaría a los romanos deseosos de venganza sin haber sido debilitados.
No obstante, Poncio desoyó los consejos de su padre y accedió a liberar a los romanos, aunque en condiciones humillantes, algo que fue aceptado por los dos cónsules romanos, ya que su ejército comenzaba a sufrir los estragos del hambre. El juramento de rendición fue llevado a cabo por Poncio, del lado samnita, y por parte del romano los dos cónsules, dos cuestores, cuatro legados de las legiones y doce tribunos militares, que suponían toda la oficialidad que había sobrevivido al desastre. Apiano describe con detalle la humillación sufrida por el ejército romano: los soldados fueron desarmados y despojados de sus vestimentas y, únicamente vestidos con una túnica, fueron obligados a pasar de uno en uno por debajo de una lanza horizontal dispuesta sobre otras dos clavadas en el suelo, que obligaban a los romanos a inclinarse para cruzarlas. De este episodio, también llamado "el paso bajo el yugo", nació la expresión pasar bajo el yugo o pasar por las horcas caudinas, que significa el tener que aceptar irremediablemente una situación deshonrosa.
Asimismo, las condiciones de rendición exigían la entrega de varias poblaciones fronterizas, como Fregelas, Terentino y Satrico, la evacuación de los colonos romanos de Lucera y del valle del río Liris, la retirada de todas las posiciones que mantenían en el Samnio y una tregua de cinco años. Para garantizar que el Senado romano ratificara el acuerdo alcanzado (foedus caudinum), Poncio envió a los dos cónsules a Roma para que informaran del mismo, a la vez que retenía a 600 caballeros romanos como prenda del acuerdo.
Sin embargo, los historiadores romanos trataron de minimizar este descalabro, tejiendo la leyenda de que cuando los cónsules llegaron a Roma, exhortaron al Senado para que continuase la lucha debido al ignominioso trato recibido, no importándoles su propia suerte o la de los caballeros retenidos. Lo cierto es que el Senado no tuvo más remedio que ratificar el tratado, marcando así un momento humillante en el devenir histórico de Roma, y un día nefasto para la ciudad: los senadores se despojaron de sus togas púrpuras, se produjeron escenas de duelo y se prohibieron las fiestas y casamientos durante todo un año. Muchos de los legionarios liberados se refugiaron en los campos o volvieron de noche a la ciudad por el oprobio que sentían, aunque los dos cónsules entraron de día, pues la ley romana les obligaba a mostrar su autoridad, que, sin embargo, no volvieron a ejercer durante el resto de su consulado.
No obstante, la sabiduría del consejo de Herenio quedó luego demostrada, puesto que esta afrenta quedó marcada en el orgullo de Roma, que rompería de nuevo las hostilidades en el año 316 a. C., tomándose la revancha con la captura de Lucera y el rescate de las armas, estandartes y rehenes perdidos cinco años atrás.
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